Hablar del término imagen y hallar un significado que se ajuste a las expectativas que social y culturalmente despierta y, hoy en día, económicamente asume, es hablar de un concepto que, no solamente absorbe el modo de interpretar la realidad con sus diversos sentidos, sino que se impregna de todos los estamentos de la sociedad y los hace suyos.
Vivimos inmersos en una sociedad dominada por la imagen. De las paredes de las cuevas del Paleolítico, hemos llegado a las paredes de lo que familiarmente denominamos la pantalla electrónica.
Si observamos el origen y desarrollo del concepto desde los tiempos más remotos, hallaremos, en un primer momento, los importantes vínculos que la imagen mantiene con su progreso mediante la creación de obras religiosas y profanas que servían de culto y admiración a los individuos. Pasamos, en un segundo instante, a los elogios de fervor y adoración social merced al predominio que la imagen había ido tomando gracias al hallazgo de técnicas tan modernas como la cámara oscura, la fotografía, el cine, la televisión, la informática o más recientemente el apasionante y controvertido mundo de la realidad virtual.
Omnipresente en la vida privada tanto como en la vida pública, la imagen organiza los destinos, hace y deshace los poderes, extiende hasta el infinito las fronteras de lo imaginario y, amalgama la realidad, la ficción y la virtualidad.
Cabe preguntarse:
¿Cuál es el punto de inflexión entre la imagen referencial y la imagen despojada de origen, mirada y objeto?
¿Estamos frente a un espejo o frente a un abismo virtual?
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